Por la calle resuenan unas pisadas lentas de un hombre que camina con la mirada perdida. Su figura, algo encorvada, apenas se distingue por la poca claridad que arrojan unas pocas farolas medio fundidas y una Luna que se asoma tímidamente entre la niebla. Este parece darse cuenta y, observando el cielo, se pregunta con una torva sonrisa cuándo fue la última vez que miraba tan alto. No le disgustaba el panorama de aquella noche, con ese par de estrellas que titilaban por encima de su cabeza, así que ahí se quedó un buen rato, tan impasible que ni siquiera se dio cuenta de que alguien un poco más joven que él acababa de pasar por su lado, casi rozándole.
Este último miró atrás, preguntándose qué demonios habría allá arriba para que la gente se detuviera a mirar tan atentamente, como si la solución a los problemas fuese hacerle el vacío al tiempo y dejar que éste pasara mientras se hacía de día. Por eso, él no tomó ejemplo, sino que se ajustó los cascos y aceleró su marcha, arrastrando los pies y manteniendo la mirada fija en el suelo. Tenía las manos en los bolsillos para resguardarse del frío, y por los cascos se podía adivinar el sonido de algo lo suficientemente alto como para impedirse escuchar a sí mismo, pero lo suficientemente bajo como para oir como un autobús paraba al otro lado de la acera.
De él sale un chico que casi tropieza al bajar, pero se repone rápidamente y mira a un lado y a otro por si alguien ha sido testigo de su torpeza. Aliviado al ver la calle casi vacía (un hombre que mira al cielo y otro ensimismado en sus asuntos), se ata los cordones de sus zapatos, se ajusta el dobladillo de su pantalón, y comienza a andar mientras que se pasa la lengua por sus propios labios, recordando aquel último beso de despedida. El dulce sabor de la victoria.
Los tres yos llegan a sus destinos mientras que las últimas farolas se apagan... pronto se hará de nuevo de día.
1 comentario:
Esta bueno el texto...
me ha gustado mucho =O!!!
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